martes, 26 de julio de 2011

Invisibilizar lo incivilizado

En una tarde de invierno temprano, yo salía de la facultad acompañado de dos amigos, todos engalanados en ropas siempre predispuestas a darnos calor suficiente como para que a paso firme y veloz huyésemos de ese frío lacerante que nos hostigaba a cada metro recorrido. Íbamos en plena retirada ante una batalla perdida en pos de la temperatura corporal, cuando algo nos llamo la atención. En la puerta de una iglesia yasia una figura inmóvil, sentado contra una columna un hombre de tez blanca violácea tenia sus ojos cerrados, su boca apretada, sus músculos tensos por el frío mantenían una mano extendida esperando que alguna moneda cayera en ella. Había algo particularmente llamativo en ese ser, algo que me llamo la atención desatenta que apenas podía hacerme ver mas allá de mi nariz fría, lo llamativo en ese hombre era su no movimiento, no parpadeaba, no respiraba, su mano congelada no se movía con el latir lento de su corazón, parecía muerto en vida, era parte de la columna, de la iglesia, un escoyo más al que todos evitaban sin prestarle demasiada atención.



¿Por qué ese hombre no se levantaba y gritaba pidiendo abrigo y comida? ¿Por que no pedía una vida mas justa, por que no pedía una vida? ¿Por que la gente lo evitaba y no lo miraba?

Tal vez sea porque es más fácil mirar sin ver. Como dice el dicho “ojos que no ven corazón que no siente” y es así, es mas fácil pensar a una persona como parte del paisaje, inanimarla deshumanizarla, que pensar como ayudarla. No solo por el hecho de tender la mano implica comprometerse en buscar una solución muchas veces difícil de encontrar en un mar turbulento de contradicciones sociales; sino también porque el entender las desigualdades y tratar de de cambiarlas implica, además, mirar nuestro propio ombligo. Un agujerito difícil de encontrar, complicado para verlo en una panza hinchada de glotonería egoísta, nos obliga a preguntarnos por cual es nuestro rol para cambiar las cosas. Y eso indefectiblemente nos llevaría a entender que esa barbarie que tendemos a ver como parte del paisaje se debe, pura y exclusivamente, a la necesidad de mantenernos, nosotros los observadores devotos del paisajismo, como civilizados. Una civilización que no parece alcanzar para todos, pero que mantiene contentos a los que si llega a abrazar en sus calidos brazos, y que a cambio de esa comodidad les pide a sus protegidos que le entreguen sus ojos a modo de agradecimiento. Y así, sin ojos, no se puede mirar lo que uno quisiera, y si no se ve no se siente, y si no se siente no se piensa, y si no se piensa nada cambia. Y es entonces cuando todo se mantiene frío, estático, calmo, congelado, se gesta una tranquilidad ficticia que circunda en el aire por donde uno se mueve. Constantemente vuelan gritos de interpelación que nunca llegan a destino, solo son un murmullo constante de los marginados que esperan inmóviles esa moneda que los haga entrar por un superfluo momento a la civilización, para luego volver a las frías penumbras de la exclusión.

Es por esta falsa tranquilidad del entorno y por la verdadera comodidad ciega del egoísmo que aceptamos chicos en la calle pidiendo y no yendo al colegio, barrios perdidos en el tiempo y el espacio en el cual no interesa la dignidad. Y es también por ello que no escuchamos los gritos de las torturas en las cárceles. Debido a esto es que no vemos el hacinamiento de lxs presxs.

Por acumular tanta pelusa en el ombligo es que permitimos que construyan grandes paredes para no verlxs detenidxs, es por ello también que los barrios marginados están en las afueras, y por ello también es que vemos paisajisticamente y no de modo autocrítico. Por que de este modo se logra invisibilizar lo incivilizado que tanto nos molesta aceptar.

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