viernes, 12 de abril de 2013

(In)justicia patriarcal: el caso de las hermanas Jara


Por Brunela Germán y Tristán Basile


En la madrugada del 19 de Febrero de 2011 –hace dos años y tres meses– Ailén y Marina Jara volvían de bailar. Tenían 18 y 19 años. Vivían en Moreno, estaban terminando la escuela y ayudaban a su madre trabajando. En el camino a su casa se cruzaron con Juan Antonio Leguizamón Avalos, un vecino y hermano de una amiga de ambas. Él las hostigaba desde hacía tiempo, como seguramente hacían tantos otros hombres del barrio con tantas otras mujeres.

Pero este hombre actuaba con una impunidad mayor: guardaba fuertes vínculos con la policía y confiaba en la impunidad que le garantizaban esas relaciones oscuras. Así fue que esa noche, armado y disparando al cielo para asustarlas, intentó ir más allá. Y así fue que las hermanas también fueron más allá: se defendieron de la agresión sexual con un cuchillo de cocina, que clavaron en la espalda de Leguizamón. Lo que sigue a esto es el derrotero por el que transita cualquier mujer pobre que ingrese en los mecanismos perversos de la justicia. A la mañana siguiente las fueron a buscar a su casa, ellas entregaron el cuchillo y declararon sobre lo que había pasado. Pero Leguizamón las había denunciado la noche anterior, haciendo uso de sus conexiones con la policía del lugar, por intento de homicidio.

Las hermanas, luego de declarar, quedaron detenidas y se les ordenó la prisión preventiva, razón por la cual fueron encarceladas. Enviar a prisión a personas sin haberlas juzgado es un mecanismo aplicado sistemáticamente por la justicia, que implica violar el principio de presunción inocencia que debería garantizar la constitución nacional: todxs somos inocentes hasta que se demuestre, mediante un proceso judicial, lo contrario. Encerrar a personas consideradas peligrosas rápidamente y sin probar su culpabilidad responde a una demanda social que es reproducida sin contradicciones ideológicas por un sistema penal que prefiere un inocente preso a un culpable en libertad. Y no podemos olvidar que Cristina Fernández de Kirchner –en tiempos de supuesta democratización de la justicia– incentivó la prisión preventiva repetidas veces con sus llamados a una mayor responsabilidad de los jueces y juezas que “dejan salir a delincuentes peligrosos en libertad”.

Así fue que las hermanas Jara quedaron presas, en prisión preventiva, igual que el 60% de la población encarcelada de la Provincia de Buenos Aires. Dos años y dos meses estuvieron presas mientras se desarrollaba el proceso penal que en el algún momento debía condenarlas o absolverlas. Dos años y dos meses encerradas, ellas, mujeres, en una institución diseñada para hombres, administrada por hombres violentos, pensada para el castigo y el dolor. Dos años y dos meses en los que Ailén sufrió un agravamiento de un problema ginecológico y Marina intentó suicidarse.

Dos años y dos meses en los que se desarrolló el juicio que terminó hace tres días, el 9 de Abril. La sentencia fue claramente representativa de los vicios que corrompen y tornan tremendamente injusta a la justicia. Se las condenó por una carátula diferente a la que inició el proceso: de intento de homicidio pasó a lesiones graves. Esto significó una trampa para la defensa de las hermanas: argumentaron contra una carátula diferente a la que las terminó condenando.

Y sobre todo la condena, que no fue absolución, refleja cómo funciona una justicia mucho más acostumbrada a responder a las presiones externas que a aplicar los principios imparciales y unívocos que deberían guiar su acción. Se condenó a las hermanas Jara a un período de dos años, un mes y veintiún días de prisión, no casualmente casi el mismo tiempo que estuvieron presas preventivamente, lo que significó su inmediata liberación luego de la lectura de la sentencia.

La liberación de las hermanas es para festejar, claro, pero no podemos dejar de reflexionar acerca del modo en que funciona tantas veces la justicia: se dibuja una condena de la forma necesaria para cubrir sus brutales errores. Así, si las chicas estuvieron presas siendo inocentes por dos años, se las condena luego a un tiempo similar en prisión para no asumir una absolución que pondría al tribunal –y por extensión al estado– en gravísima falta: haber encerrado a dos inocentes por dos años sin proceso judicial. De haber sido absueltas lo que seguiría sería el derecho de las hermanas a demandar al estado para reparar los daños tras haber estado presas dos años y dos meses. Pero, ¿cómo se repara el paso por la cárcel? ¿Cómo se repara pasar por semejante sufrimiento con la angustia agregada de ser inocente? Es claro que el estado no se atreve a ensayar respuestas a estas preguntas ni a asumir su responsabilidad.

Como si esto fuera poco, el machismo atravesó transversalmente al proceso de juzgamiento. Ni los jueces y juezas ni el fiscal creyeron nunca en la versión de las hermanas, a pesar de haber declarado lo mismo desde aquella primera noche. Sin embargo, sí creyeron en Leguizamón y sus amigos policías, que constantemente cambiaron sus declaraciones y ocultaron pruebas. La palabra de las mujeres en la justicia tiene muy poco valor comparada con la de un varón. No hay más que recordar a Marita Verón para volver a constatar esta discriminación sexista, reflejo cruel de desigualdades similares en la sociedad misma.
Y mientras tanto, en Moreno, en los barrios, todo sigue igual. Leguizamón, la supuesta víctima, el real victimario, sigue su vida. Vida protegida por la policía, vida de transa, según surgió en las declaraciones del juicio. Estos dos años y dos meses habrá atosigado a tantas otras chicas, de las que nunca vamos a saber nada. Todos los varones como él, varones con poder, varones cargados de violencia patriarcal, seguirán abusando de diferentes maneras de tantas otras chicas como las Jara, mujeres sin poder, mujeres de las que nunca vamos a escuchar nada.

Sin embargo, las más de doscientas personas que acompañaron la sentencia de las hermanas, que festejaron con amargura su liberación, todos y todas lxs que critican cotidianamente el patriarcado como sistema y sus aplicaciones prácticas y perversas en distintas instituciones del estado, nos hacen pensar que todo esto puede cambiar. Queda en nosotras y nosotros. Una vez más, lo injusto sólo puede ser cambiado por la lucha de quienes sufren a diario.

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