Para cualquier persona privada de su
libertad, la educación sería una herramienta fundamental. No sólo hace al
crecimiento y a la liberación personal en un lugar de encierro, sino que contribuye
a tomar conciencia más profunda y social de la situación en que se vive, y aporta
elementos para empezar a actuar sobre las circunstancias que la atraviesan. Asimismo,
la “educación”, concebida por el derecho y las leyes actuales, es una de las
principales bases de la teoría de la resocialización, que justifica la pena
como medida de coerción directa del Estado sobre el pueblo. Como tal, es un
derecho fundamental al que cualquiera debería tener acceso, más aun en un lugar
donde la presencia del Estado es absoluta, como una cárcel.
Ahora bien, para cualquier persona privada
de su libertad, en la mayoría de los casos, la educación es un elemento que se
encuentra distorsionado, trastocado por la forma en que se la utiliza a diario.
Se torna un instrumento de hostigamiento y poder para lxs agentes
penitenciarios, y se reduce a una actividad que ayuda a acceder a algún
beneficio a muchas de las personas detenidas.
¿Cómo funciona la educación en nuestras
cárceles?
En
principio, la educación que
se brinda en las cárceles depende de cada Unidad Penitenciaria en sí misma,
pero en general es precaria, tanto por los escasos recursos con que cuentan, como
así también por la falta de permanencia y continuidad (de personas, de planificación,
entre tantas otras cuestiones). Todo ello sumado a que está atravesada por
todos los problemas propios de la cárcel.